JUAN, EL VIEJO


          Domingo. Juan se acerca con paso lento hacia la ventana. Mira el cielo, ya clarea, el fuerte poniente de estos días atrás parece que ha amainado. Tras un cansado bostezo, se viste, pausado y tranquilo. Agarra su vieja nasa con las artes de pesca y tres camaroneras, las coloca en la oxidada bicicleta y con pedaleo lento y tembloroso se dirige a Sancti-Petri, pasando antes por los esteros a pillar unos cuantos camarones para la pesca del día.

          El sol comienza a calentar, el poblado aparece desierto, solo unos pocos han madrugado, también para echar una pesquita. Entra en el Club Náutico, el camarero, sin mediar palabra le pone un "carajillo", de un trago se lo bebe. Permanece un rato con los brazos apoyados en la barra con la mirada perdida y la mente olvidada, empuñando entre los dedos un Celtas "corto", amigo inseparable. Al marcharse, con un ademán, le indica al camarero que ya se lo pagará.

          El rostro de Juan, curtido por el sol, el viento y la sal; sus manos, duras y callosas y a la vez firmes, reflejan una vida de trabajo, de trabajo muy duro en la mar. Ahora, no tiene nada, solo su cabaña, su bicicleta y cuatro cosillas más para ganarse la vida.

          Hoy, si la pesca va bien, podrá comer un par de días y si le sobra, lo podrá vender y sacar algo para ir tirando.

          Se acerca a la patera. Se asoma al interior: los remos siguen ahí. Con lentitud la arrastra hasta la orilla. Ensarta los toletes con los viejos cabos que rodean los gastados remos, empuja la patera y embarca. Con destreza se coloca en la húmeda madera que le sirve de asiento, y se pone a remar.

            Como la mar está alborotada por el poniente pasado, se quedará en el caño. El caño se lo conoce como la palma de su mano. La marea está en el reparo y dentro de poco comenzará a bajar. El pescado está en la fosa de Chanarro.

          El le tiene puesto un nombre a cada zona de pesca, dependiendo de la marea, viento y hora. La fosa de Chanarro se encuentra cerca, tiene que remar poco. Mira las enfilaciones que tiene tomada: la Ermita de Santa Ana con la esquina de la casa del farero y los bidones con la primera palmera. Calcula la corriente y fondea.

          Prepara los aparejos. Le quedan pocas plomadas, los hilos anudados de viejos carretes, los anzuelos, la mayoría oxidados. Pero se puede pescar.

          Mientras espera el tan deseado tirón de un pez, observa el poblado. Recuerda cuando, de joven, se dedicaba al atún. Vivía en una de las tantas casas que hoy son cobijo de gatos y alimañas. Con Carmen, su mujer, desaparecida ya hace varios años, no sabe cuántos, y sus dos hijos, ya mayores, casados y trabajando en Isla Cristina, donde la pesca es también su forma de vida, paseaban juntos los domingos por el desaparecido "paseo marítimo", donde las farolas han sustituido a los árboles. Mira el puerto deportivo. Como si de una película se tratara, en su mente intercala esta imagen con la de hace tiempo, cuando el muelle de madera era el único atraque de los viejos candrays y barcos almadraberos, descargando con sus plumas los inmensos atunes y todo el equipo de hombres de la almadraba ayudando a la descarga y traslado en las vagonetas a la fábrica, para despedazarlos y separar lo aprovechable de la piltrafa, devorada en momentos por los ansiosos perros y gatos que rondaban el exquisito festín.

          Una picada. Déjalo comer. Un tirón más y levanta. Con agilidad recoge el aparejo y saca una zapatilla, del tamaño de la mano. Bueno, más tarde entrarán más grandes.

          Recuerda cuando, de joven, y con sus hijos, montaba en su bote y pescaba con ellos. Aquellos eran otros tiempos. En el rato que lleva aquí ya habría cogido una nasa casi entera, y el doble de grandes que éste.

          Pasa un barco de motor cerca de él. Lleva atados en la popa algo que parecen dos boyas grandes naranjas. Un hombre situado en la bañera le hace señas. No entiende lo que dice, pero le devuelve el saludo.

          Otra picada. Este parece mayor. Ya va entrando la marea y el pescado que merece la pena. Lo sube al bote. Otra zapatilla, pero más grande. Ahora es el momento, debe aprovecharlo.

          A lo lejos oye una bocina, piensa que es un barco que se le acerca. Como está en el centro de la canal, puede que le estorbe, pero él llegó primero y aquí se queda, que le rodeen, éste es el sitio de la pesca hoy. No ve a nadie, solo unos botes pescando alrededor, otros de motor en movimiento y por la Punta del Boquerón varios barcos de vela.

          Al rato, otro bocinazo. Mira y en un momento se le acercan, como si de una manada de elefantes se tratara, cuatro, cinco, seis, barcos de vela cortando el agua con su proa. Se dirigen hacia él. Abre bien los ojos, asustado. No ve a los patrones. Piensa que tampoco lo ven a él. El llegó antes y se queda.

          Uno de los veleros lo enfila peligrosamente, a su costado navegan otros, pegados, peleando por ocupar un puesto. No lo ven. A pocos metros el velero arrasador, varía su rumbo para no chocar con él. Se oyen gritos, dos barcos se tocan. Más gritos. Él comienza a recoger su aparejo, pero es tarde, uno de los barcos se engancha en el viejo hilo. Lo ata rápidamente en el tolete de la patera, pero el hilo se tensa como si de un robalo de veinte kilos se tratara. Rompe. Un hombre que va en uno de los barcos le grita. "¿No sabe que hay regata?". No entiende. Lo único que entiende es que le han perdido una plomada, un trozo de hilo de pesca y su mejor anzuelo. Con lo caros que están.

          Al rato vuelve a pasar el mismo barco de motor de antes, el que llevaba las boyas, pero ahora sin ellas. "¿No le dije que se quitara?". Con resignación, termina de recoger lo que le queda de aparejo, mete en la nasa los dos pescados. Levanta el rezón y contra corriente, se aparta de la canal. Fondea en otro sitio. Este ya no es bueno. Aquí no hay pescado. Pero, en fin, dejará que pase la mañana, y si no coge nada, por lo menos tiene dos piezas para comer hoy. Mañana Dios dirá.